viernes, 18 de marzo de 2016

¿Te has parado alguna vez a escuchar tu propio corazón?

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No el de tu pareja, al reposar tu cabeza sobre su pecho. El tuyo. Y no hablo en sentido metafórico. ¿Por qué no le prestas más atención?

Ese órgano dentro de ti que late al ritmo de tus emociones, bombeando vida roja en tus entrañas para hacerle sentir. ¿Lo escuchas alguna vez? ¿Depositas tu mano sobre tu pecho, en una habitación oscura, con el ruido de una ciudad en tu ventana, y te concentras en su ritmo?

A veces le damos mucha importancia a los simbolismos. Recordamos como si nos tatuaran en el cerebro la primera vez que escuchamos el latido de alguien a quien, sabiéndolo o quizás aún sin ser del todo conscientes, amaremos más de lo que nuestro egoísmo quisiera reconocer. Somos capaces de grabar en nuestra memoria sonidos, olores y tactos que sólo registramos una vez en nuestra cabeza, emociones que son tan únicas que, al volver a sentirlas, en un sueño reminiscente, en una tarde de otoño, o en medio de una obra de teatro, hacen florecer electricidad en tu piel y sientes algo tan fuerte dentro de ti que debes reprimir la emoción de haber despertado aquello olvidado. Esos instantes, aún y estando rodeada de un millar de personas ruidosas que ríen y hablan y comen y te miran de vez en cuando, son sólo tuyos. Te paras a pensar, de repente, ¿cuántos momentos tienes a solas?

Y no recuerdas una vida que no fuera compartida.

¿Cuántos suspiros, sonrisas, lágrimas? ¿Cuántas veces bebes vino, a solas, sólo por el placer de ese agua divina? ¿Cuántas veces escuchas a tu propio cuerpo, escuchas realmente lo que piensas?

La vida, como dijo el gran poeta Halley, son dos sílabas. Aprendamos a brindar una en compañía y, la otra, en el placer de estar a solas.