¿Por qué no
escribo? Los días pasan sin más, consumiéndome. Me destruyen sin darse
cuenta.
Esta noche he soñado con zombis. Hacía frío. Y creo que he soñado con ellos
porque ahora me parezco más a un zombi que a una persona. Camino sin pensar,
presa de mi extraña rutina. Ando, como, asiento y lloro. No pienso para no
decaer más. Lloro para confirmar mi vitalidad, como si haciendo algo tan
absurdo y tan humano, pudiera sentirme más viva, más real. Como si, llorando,
pudiera sentir. Sintiendo el picor del agua salada en mis pómulos por donde se
corre el rímmel de mis pestañas, ignorando el cosquilleo de las lágrimas sobre
mis tersas mejillas, tan lisas como la virgen nieve de la zona invisible de los
Pirineos.
Llueve en mi ventana y sin darme cuenta estoy escribiendo, al fin.
Transformando en palabras la poesía del aguanieve que apenas roza mi persiana,
que cruje ante el viento que la golpea. Truenos de fondo. En el fondo de mi
corazón. Alma caliente, pies fríos. Necesito ponerme calcetines, pero no
quiero. Como siempre, como todo. Soy el origen y final inexistente de mis
paradojas.
El mundo está loco. Sí, vaya mundo más curioso, este
en el que me ha tocado vivir. ¿Es acaso la fente que lo habita igual de
curiosa? Eso no me gustaría. Si todos somos curiosos, acabamos siendo iguales,
lo cual implica normalidad. Entonces todos somos curiosamente normales. Pero,
¿y si lo normal es no ser normal?
Sí, soy el
origen y final inexistente de toda paradoja.