Llego a casa a las ocho más cansada de lo normal. Serán esas horas extra de trabajo, será el bochorno de estos días. "El veranillo del membrillo", he escuchado decir a alguien en el metro. Claro, como es época de membrillo... Y para mí, es ahora cuando empieza lo bueno. El otoño. Octubre. Las tardes de lluvia y las hojas marrones por todas partes, el inicio de un frío que te obliga a llevar encima algo más que un simple jersey. El fastidioso cambio de hora que te hace valorar más la luz del sol y su calor. Noviembre. La castañada y los panallets con membrillo de la abuela, mi cumpleaños; esa sensación de ya estar rozando las Navidades.
Me quito las sandalias (que todo lo que tienen de bonitas lo tienen de incómodas) y me siento en el sofá mientras oigo cómo mi hermano canturrea en la ducha. Decido entonces dedicarme unos minutos acompañada de John Mayer y una tazita de té... Y si cierro los ojos, tengo una sensación de bienestar que no cambio por nada del mundo. Descansar, por fin. Alejar la mente de los trabajos de la universidad, el francés, el alemán y todo el papeleo. Sentir el vapor del té bajo mi nariz mientras mis músculos se relajan... Y poder dejarme llevar por mi imaginación. Inventar historias imposibles con el chico del metro que me ayuden a evadirme un ratito. Soñar con historias más bonitas que la realidad. Pensar en unos ojos verdes, o grises, o... en poder pensar en unos ojos.
Y con los párpados cansados y la mente abierta, imaginar, crear, soñar, sonreír, volar...
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