Imaginé sus labios de mil maneras.
Los imaginé sobre mis manos. En otra época. Fue un sueño, creo recordar. Había caballos y cerdos de por medio. Nada tenía sentido.
Imaginé sus labios, confusos, bajo los míos. Era un mal martes. Un martes de mierda. Volvía a casa con tanta rabia en mi interior que sólo pensaba en destrozar los muros de ladrillo que me llevaban a una casa desconocida. Y él llegaba a mí. Aparecía de la nada. Y en mi enfado con el mundo, en mi ira conmigo misma, le pegaba. Brutalmente. Ferozmente. Y mis turbios deseos de violencia se convertían en sed de sus labios. Y acababa desgarrándole el alma, devorando sus sueños, a través de su boca.
Llovía mucho en ese sueño. Tanto, que desperté con la almohada empapada de sueños rotos.
Los imaginé también en secreto, mientras me miraba de reojo en público. Imaginé sus manos sobre mi rodilla. Nada más. La pureza de los actos más inocentes puede llevar al más impuro de los sueños. Imaginé sus labios desde la distancia, mientras pretendía no mirarlo. Los imaginé tan en secreto que todo el mundo era consciente de mi deseo.
Imaginé sus labios de mil maneras.
Los imaginé sobre los labios de otra mujer. Fue un sueño que no quiero recordar. Pero también resultó ser el que más sentido tenía de todas esas reminiscencias mórficas*.
Imaginé sus labios, tímidos, una mañana sobre un puente lleno de candados. Wilde decía que se cargan todas las historias de amor tratando que duren para siempre. Ese puente era nuestro Dorian Gray. Bello por fuerta, roto por dentro. Imaginé sus labios leyendo un poema, y caí al vacío.
Los imaginé. Los imaginé tantas veces que he perdido la cuenta. Los he soñado tantas veces que conozco su textura aún sin haberla probado con mi lengua. Sus labios siempre estarán ahí. En mis sueños.
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*Mórfico, palabra sinsentido creada para referirse al sueño de Morfeo, al sueño soñado, no al sueño dormido. Adjetivo calificativo de tus labios.
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