lunes, 1 de abril de 2013

sueño

Él me mordía la oreja. Yo me acercaba porque él me había hecho una señal para que me acercara con sigilo, tenía algo que decirme. Y cómo describirlo. Era tan erótico, tan repentino, que sentía mis entrañas arder. Mi reacción, sin embargo, era empujarlo hacia atrás. Pero hasta mi mano ardía en tocar su pecho. "¿Qué narices haces?".

Era confuso. Todos estábamos en un párking y corríamos, corríamos en círculo, tratando de escapar de algo, recorriendo com estúpidos la espiral de la rampa por la que no pasaban ni coches fantasma, sólo personas, personas que conocía y que ni siquiera me importaban.
Yo buscaba un coche, como todos, alguien que me acogiera, un lugar donde refugiarme y poder escapar a la vez, y seguía corriendo, sin saber por qué...

Recuerdo desembocar en una marea de gente mirando atemorizada a su alrededor, recuerdo a su amiga acercándose para hablarme, a sus amigos mirarme sin interés fingido, recierdo no verlo hasta oír pronunciar su nombre. Ella, su amiga, su amor platónico de la infancia, su falsa amiga, decía que había sitio en el coche, el mismo que él conduciría, y en el cual había guardado un asiento para mí. Me sentía ofendida, como si él ya supiera que nadie más iba a querer acogerme y tuviera que verse obligado, por pena, compasión, qué sé yo, a camuflarme entre sus amigos, aquellos que una vez tanto admiré y odié a la vez.

Pero él me miraba. Su mirada aparecía con su nombre, y llevaba el pelo corto, y sus labios seguían ahí, del mismo color rosa pálido de siempre, y su mirada insiniaba cosas y más cosas, cosas que yo prefería no entender. Y tras sus pícaros iris, sin embargo, se escondía un destello de preocupación algo confuso.


Me acercaba, flotando, sin pestañear, y entre tanto ruido, ese ruido ensordecedor de miles de personas chillando en silencio, arrimaba mi oreja a sus labios, esperando un susurro, con el corazón temiendo a cada latido por miedo a rozar su boca... Y él me mordía.

¿Por qué lo apartaba? Eso era lo que quería. Lo que llevaba tiempo queriendo. Pero no estaba bien. ¿Por qué delante de esos amigos de los que tanto había intentado esconderme?

"¿A qué narices viene eso?". Y huir. Chocar contra la multitud y seguir adelante con el alma más alborotada que el cabello. Me cogía de la muñeca, me paraba, me tocaba, me frenaba, me miraba, jadeaba. ¿Cómo podía saber yo que la sensación de caos se definía con su mano en mi cintura?
Y hablábamos. Sobre él protegiéndome. Sobre yo escapándome. Sobre él insistiendo. Sobre la atracción inevitable que, sin embargo, yo juraba no sentir. Sobre haberme enamorado de él. Pero ya no lo estaba. Ya no. Y por ello él ahora sí creía sentir algo. Quizás. ¿Por qué oía a través de sus manos lo que no tenía de decirme con sus labios? "¿Te aclaras?". "No soy tu maldito juguete".

"Tú nunca has sido nada mío". Siencio.
"Tú nunca has sido nada de nadie". Mis ojos en sus ojos, sus ojos en mis labios, mis labios en silencio.
"Tú nunca has sido siquiera tuya".

Despertar con resaca emocional, la sensación de su mano en mi nuca y su aliento acortando distancias con mi cara. Miro la ventana y veo que hace ya horas que es de día. Y oigo una oportuna canción a través de la ventana...

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