Hace sol, pero mi ventana está casi opaca de tanta nieve que la cubre. Me estiro en la cama, siguiendo ese pequeño ritual tan típico cuando llego a casa. Me pongo los auriculares con la esperanza de perderme. Y pronto la música invade mis oídos. Siento la tormenta en mi cabeza. Llueve... Y
una voz masculinamente sensual canta, riders on the storm... Si cierro
los ojos estoy en otro lugar. Algún rincón perdido de un espeso bosque
vestido de tonos otoñales. Mis manos están frías y mis pies descalzos ya ni
sienten las hojas empapadas que pisan, pero la lluvia es tan cálida...
Llego sin andar a un riachuelo que baila al ritmo de la canción que me
evade. Al otro lado hay un lobo con unos ojos de un color que no sabría
descifrar. Y me hipnotiza esa mirada que, de repente, se vuelve humana. Y
de repente, me atrapa tanto que me hallo en un lugar oscuro donde sólo veo mi cara, con el rímmel corrido por las
mejillas, reflejado en esa mirada... Mi rostro se transforma jugando con
las curvas de mis labios y se convierte en exóticas curvas que juegan a parecerse a una guitarra, como la que
oigo y me deja sin aliento. Hablo, ¿quién eres? Y no contestan los ojos
de misterio. ¿Ha sonado a caso mi voz?
Abro los ojos y el día se ha
convertido en noche. Mi habitación es un antro de sombras y penumbras.
Cierro fuerte los ojos y los abro de nuevo. Y veo la sombra de un chico.
Cierro y abro. Cierro y abro. En mis párpados veo su mirada y en la
pared vislumbro su sombra. Y me sorprendo pensando como algo tan
surrealista puede parecerme lan real. Quizás pase demasiado tiempo
evadiéndome en bucólicos lugares que sólo existen en mi mente y en alguna entrelínea de algún poeta del Romanticismo. Esos rincones en los que siempre me refugio, soñando, soñando. En el metro. En clase. En la
cafetería. En la calle. En el sofá. En la cocina. En la estación. En la
ducha. Sueño con los ojos de mi sombra, esa sombra que aparece cuando
hay fuertes tormentas en mi cabeza...
Esa sombre que te persigue sinuosamente. A veces ligera, plumeriza.
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