viernes, 13 de enero de 2012

-remember

Me duele la espalda. Una canción de los Foals llena de un extraño frío mi desordenada habitación. Mis pies están helados. Y mi corazón tan caliente. Y al mirarme las uñas pintadas de rojo, pienso en la película de los Amantes del Círculo Polar, sin saber muy bien por qué. "Nunca he tenido el corazón tan rojo..." Debería verla otra vez. Me gusta tanto...

Pensar que la vida no es más que eso, un sinfín de casualidades. Algunas nos acercan y otras nos alejan. Muchas ni siquiera nos tocan. Están, pero paseamos a su alrededor sin inmutarnos, como no nos damos cuenta de si hoy el cielo ha estado más azul que ayer o de si en el metro ves a la misma gente, en el mismo vagón, a la misma hora, que todos estos meses anteriores.
Vivimos a la deriva. Porque aún creyendo tener rumbo, nos perdemos. ¿Qué gracia tendría sino, la vida? Es como viajar. Adoro viajar. Viajar no es visitar todos los monumentos de una ciudad para mí, ir a lugares donde el resto de extranjeros va. Viajar es perderse en el lugar que visitas y pasar desapercibida, convertirte, durante unas horas, unos días, en un trocito del alma de esa ciudad. Claro que soy muy peculiar. 
Pienso, de repente, en aquel verano que pasé en Alemania. Miles de imágenes se cruzan, alborotadas, alteradas, excitadas, se chocan, se pierden, se confunden en mi mente. Freiburg. La catedral. Bertoldsbrunnen. La montaña a la que solíamos ir por las noches frías de julio. El lago donde probé aquel asqueroso zumo de cerezas. El cine en el que sólo se podían ver películas independientes. La estatua del cocodrilo y la promesa de volver. Las bicicletas, los tranvías, en particular el rojo, el número 2. Las babosas que llenaban el camino por las noches de vuelta a casa. La cafetería donde solíamos desayunar cuando no habíamos dormido en toda la noche y en la heladería de enfrente, donde una vez me escondí de una manifestación repentina. El suelo de piedra, de ese bonito y medieval, como el del Barri Gòtic, que resbalaba horrores cuando llovía. Las palabras son insuficientes para describir aquel lugar. Su olor, su color. La forma de las nubes cuando el cielo adoptaba colores cálidos al atardecer. Y a todo eso, suena una canción en mi cabeza. Hago raras asociaciones. Por ejemplo, no puedo escuchar Certain Romance sin evitar sentirme de nuevo atrapada en el tranvía de cristales empañados por la lluvia, que siempre nos pillaba desprevenidos.
I'm the fury, in your head... Esta canción, sin embargo, me recuerda al mar. Océano extenso y oscuro en pleno crepúsculo. La luz se apaga y sólo quedan las tímidas estrellas que se atreven a retar a las nubes que quieren esconderlas de mis ojos. No sé si  es mi imaginación o un recuerdo que no sé datar, pero la imagen es muy nítida en mi cabeza. Quizás haya sido un sueño. A menudo repito sueños. Casi nunca en un breve lapso de tiempo, más bien se repiten cada larguísimas temporadas. El mismo sueño, navego por el mar, sola, de noche. Sola, sola, y el mar me abriga. No siento el frío, pero sé que lo hace. Sin embargo, el vaivén de las olas me protege de él. Y de repente llego a una cueva. Y lo que encuentro siempre en ella depende de a qué época pertenezca a la que esté soñando. De niña soñé con ponys. Después pasé a los libros. Un día, sólo vi una sonrisa.

Ese sueño em ha intrigado siempre, y siempre lo espero con cariño. Pero es cuando no lo espero y más lo necesito que aparece. En fin, la vida es un sinfín de casualidades.

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