Viernes por la mañana, tu olor en mi almohada.
Yo, que nunca creí en mí. Yo, que nunca creí en que algo así fuera a suceder. Y, sin embargo, aquí estoy, enredada entre tus brazos, sumergida en tu cuello, cobijándome en tu cuerpo. Tus dedos me hacen cosquillas. Sonríes al sentir mi piel erizarse bajo estas sábanas.
Tu respiración es lenta, tus manos melodiosas. Mi espalda es un instrumento que sólo ellas saben tocar. Te espío. Tu expresión es tan pura, tan sincera, que apenas puedo creerla. Con los ojos cerrados tus pestañas parecen más gruesas, tu barba más espesa. Quién me iba a decir que en este mundo aún quedaban unos cuantos locos. Tu corazón late bajo mi piel. ¿Qué has visto en mí?
En nuestra ventana llueve, el planeta crece: pasa el camión de la basura, una mujer con tacones y alguien llevando una maleta. Pero qué lejos suena ese mundo que tenemos bajo nuestros pies, a apenas dos metros de distancia. Esta habitación se ha convertido en un templo y el silencio en nuestro dios. ¿Cómo puedes verme tan directamente el alma con los ojos cerrados?
No te vayas. Quédate. Enredémonos un rato más. El tiempo no pasará para los dos. Anochece en el mismo lugar en el que acabamos de amanecer. Pero no me dejes ahora.
Y, sin embargo, soy incapaz de decirte nada.
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