martes, 27 de diciembre de 2011

lucha de gigantes


        
Es curioso. Dentro de mí hay un gran deseo de soledad, de distanciarme de esta despiadada sociedad. Un deseo desgarrador, que me obliga a querer mantener la mente fría, lejana y en blanco, para que nadie pueda penetrar en ella y así hallar la forma de destruir la fortaleza de cristal que ahora mismo rodea mi corazón. Es deseo, es querer… querer alejarse, escapar. Distanciarse y arrinconarse en un lugar perdido, una habitación solitaria, donde poder llorar y gritar sin que nadie me escuche. Un lugar, a solas, donde poder desahogarme y no tener que sentir vergüenza por ello. Un lugar donde el tiempo vuele, y las horas y los días se vayan tan rápidamente como hayan llegado. Un lugar, soledad y tiempo. Eso es todo lo que mi razón pide.
Sin embargo, a la misma vez que ese deseo que me corroe me aleja del mundo y de la superficie, hay otro elemento, una necesidad arrebatadora que me empuja a querer sentirme entre los brazos de alguien que me escuche y quiera ayudarme, que me abrace y me seque las lágrimas, sin silenciarlas, dejándolas fluir y haciéndome sentir mejor una vez todas ellas hayan sido derramadas. Es una necesidad extraña, la necesidad de apartar en deseo de la soledad y rodearme de gente, o rodearme más bien de una sola persona que valga más que una multitud para mí.
Es claramente una pelea, una guerra en que la razón y el corazón son grandes enemigos, eternos siguen su batalla; un duelo entre la soledad y la compañía, un forcejeo entre las lágrimas que se pasean por mis mejillas y entre esa sonrisa que debe florecer y lucha por reaparecer.
           

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