sábado, 26 de marzo de 2011

bronce

La vi en la lejanía, cruzando la calle, pasando por el paso de cebra. Y como era ya costumbre, quedé embobado al contemplar su belleza resplandeciente al sol. Una fría brisa le había acariciado el rostro al girar la esquina, enredando sus finos cabellos y apartándolos de su rostro de marfil. Fue esa misma brisa gélida la que la había echo estremecerse de frío, pude notarlo incluso a bastantes metros de distancia. Cuando el semáforo se puso en verde, dando paso a los peatones, ella dejó las sombras de la calle anterior y penetró en un ancho haz de luz que iluminaba toda la carretera, desde el principio hasta el final del paso de cebra. Los edificios que nos rodeaban, junto con algunas tristes y solitarias nubes del cielo, impedían que el sol llegara más allá del asfalto, dejando las aceras a la sombra. Mientras caminaba, su pelo iba adoptando nuevos matices, nuevas texturas. Era hermoso. El sol se reflejaba en su pelo de bronce, y mostraba esos tonos anaranjados y rojizos que desaparecían cuando el sol se ausentaba. Parecía que sus propios cabellos brillaran e irradiaran luz, una luz cálida y hermosa, dulce y tierna, como ella misma. Sus ojos marrón oscuro sobresaltaban en su pálido rostro y su pelo brillante. En ellos había la soledad que esos días la acompañaba. Sí, yo lo había notado. Yo había sido el único –por lo que parecía- que se había dado cuenta de que pasaba por unos días tristes y deprimentes. Lo podía ver en sus sonrisas forzadas, que no eran como las mismas que solía contagiar al mundo entero de hacía ya varias semanas.

A pesar de que me dolía, de que me agujereaba y quebraba el corazón verla tan apagada, tan carente de felicidad, tan sola… no sabía qué hacer. No podía acercarme a ella como antes habría hecho, darle unas palmaditas amistosas en la espalda y sonreírle, instándole a contarme qué le pasaba. No, no podía hacerlo. Primero, porque no sabía cómo hacerla sonreír. Segundo, porque temía tanto a un gesto frío suyo, que me destrozara por completo el corazón, que no tenía el valor suficiente para acercarme a ella. Y tercero, pero no por ello menos importante, porque en el fondo, por muchas falsas esperanzas e ilusiones en vano que me hubiera echo, sabía que yo jamás sería lo suficientemente bueno para ella. Además, yo para ella no era más que un amigo. Amigo. Una palabra llena de sonrisas y buenas vivencias, pero tan vacía y carente de sentido a su vez… yo quería más. Quería que sintiera hacia mí, por lo menos, una cuarta parte de mi amor hacia ella. Un beso, tan sólo un leve roce de sus perfectos y redondeados labios acaramelados me haría el hombre más feliz del mundo. Y no, ya no me importaba ser cursi, ya no me importaba lo que dijeran el resto de tíos, yo sólo la quería a ella.

Abrazarla y hundir mis dedos, enredarlos entre su lacio pelo. Besarla en el cuello, en las mejillas, en la boca. Sentirla muy cerca de mí, cerrar los ojos y aspirar su aroma, oler su delicioso perfume a coco que tan bien la distinguía. Y sobretodo, protegerla. No sabía de qué, no sabía de quién o de qué, si bien pudiera ser de una malicia anónima o de la tristeza que inundaba ahora mismo su alma. Pero protegerla de cualquier cosa que le impidiera sonreír y mostrarme su bella, sincera y alegre sonrisa. Despertando de mis sueños, advertí que ya estaba en clase. El timbre estaría a punto de sonar, y aún y así todos los alumnos de la clase permanecían de pie y en desorden. Sólo ella estaba sentada, como siempre, en primera fila, con los libros preparados y gesto ausente.
Era como si nadie se diese cuenta de que ella también estaba allí. Ni siquiera su mejor amiga, que permanecía en esos momentos a su lado, le hacía mucho caso. Se dedicaba a gritar, reír y pavonear descaradamente con el resto del grupo de chicas que las rodeaban.

Cuando por fin sonó el timbre y la profesora de catalán entró puntual a clase, algo me sobresaltó. En vez de empezar a alzar la voz tratando de poner orden en clase y cerrar la puerta detrás suyo, la dejó abierta y se dirigió directa al asiento de Clara. Le tocó el brazo, y ella la miró. La profesora le susurró algo al oído que pareció llamar la atención y despertar algo de interés en su rostro ausente. Clara la miró sorprendida, y una tímida sonrisa se dibujó en su rostro. Era una sonrisa leve, ligera, con un leve reflejo a tristeza, pero sincera. Al fin. Y entonces, cuando se levantó de golpe, bruscamente, justo delante de la profesora y salió corriendo de clase con la sonrisa todavía intacta en su boca, me pregunté qué le habría dicho la profesora. Ojalá yo pudiera saberlo, y hacerla sonreír así también entonces. Pero yo, a pesar de haber notado su estado de agonía esos últimos días, no había sido tan observador como mi profesora de lengua catalana. ¿Cómo iba a saber entonces, que lo que le acababa de decir sería mi perdición, la causa porque, semanas después, yo me hallara casi en el mismo estado que ella?

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