miércoles, 8 de junio de 2011

Una noche al sol (II)

La música la hechiza, la envuelve. Y de repente no tiene miedo de nada, baila sin miedo. Qué más da el mundo entero, piensa. Sólo tiene ganas de sonreír y camuflarse en las penumbras latientes de la discoteca. No conoce a nadie, no sabe nada. Ni siquiera en qué punto de ese lúgrube lugar se encuentra. Tampoco en qué punto de su vida se halla. Baila y se pierde entre destellos azules, música rítmica, gritos, bebidas y besos fugaces. Pero no quiere pensar en el amor. Siempre se ha preocupado en buscar algo nuevo y nunca lo ha encontrado. En el fondo, porque no quiere, siempre hay una excusa de peso para evitar enamorarse y encerrarse más en una misma. ¿Cuál es la verdadera causa? El miedo. Ese mismo miedo que ahora le parece inexistente, lejano, imposible.

Y de repente se siente liberada. Quizás triste, pensarían muchos, por sentirse libre en un lugar así y rodeada de tal gente. Y qué más da. Se ha propuesto no pensar en el resto del mundo durante un rato, el rato que aguante su cuerpo bailando canciones que le hacen sentir magia en un momento así.
Y qué rara es la vida... Siempre huyes de algo, y cuando menos lo esperas te das la vuelta y ya no está ahí, detrás tuyo, acechándote. Sabes que volverá. ¿Cuándo? Quién sabe. Seguramente pronto. Aunque nadie puede afirmarlo con certeza. Puede tratarse de minutos o a lo mejor de años. Pero los miedos vuelven, y se quedan, permanecen durante largas temporadas.

Pero, ¿qué más da eso ahora? La música sigue emborrachándola hasta hacerla flotar entre la multitud. Se siente bien. ¿Tanto costaba? Parece mentira que el simple hecho de bailar pueda causar tal satisfacción. Ni el alcohol al que muchos de los que le rodean han acudido como modo de embriaguez, evasión; ni los besos torpes en los que se encadenan los desconocidos de su lado. Nada, absolutamente nada de eso.

Ella busca algo más, y por fin lo encuentra. Huye de ese miedo que todo le ha provocado durante tan largo tiempo y se refugia suavemente en los brazos del baile, al que tanto le había costado recurrir después de que su abuela se marchara. Lejos, a ese viaje que muchos temen porque se dice que de él no vuelves.
Ah, su abuela... qué gran mujer. Ella siempre la había admirado. La había elogiado, soñado. Se la imaginaba de joven como una gran pionera de su época, un alma rebelde en un tiempo que la incomprendía, un ánima con necesidad de gritar al mundo su expresividad con miles de colores inexistentes. La recuerda como alguien con estilo pero valentía a la vez, soliendo retratarla con mujeres como Coco Chanel o la protagonista de Holly en Desayuno con diamantes...

Su abuela le había dado y enseñado tanto... Había sido ella quién le había demostrado que bailar no era sólo una afición. Era un arte, una manera de expresarse.
A menudo la recuerda bailar... Su abuela jamás fue lo suficiente mayor como para evitar moverse de tal manera que con un sólo gesto hiciera explotar un corazón con fuegos artificiales de sentimientos. Y eso que siempre se quejaba de viejas lesiones... Pero qué más daban cuando bailar era su vida, su todo. Bailar y su abuela son conceptos tan similares  para ella que suele fusionarlos en uno mismo.
Su abuela no sólo le enseñó la magia de la danza, sino que también la disciplina, sensualidad, educación, respeto... que ella conllevaba. Todo lo que le había hecho ser lo que era... Hasta que su abuela se fue, y la flor que tan cuidadosamente se había cultivado dentro de ella durante tanto tiempo se marchitó.

Y por ello la había echado tanto de menos, esa era la razón por la que todavía recordaba con lágrimas efímeras la triste noche de mayo en la que se marchó sin decir adiós, tan sigilosa como siempre... Fue entonces cuando se enclaustró en su propio mundo, cerrándose a cualquier sentimiento fuerte, apartando el baile y el amor, sus dos grandes pasiones, a un lado, bien lejos de su corazón...
En recordarlo se entristece. Y le da rabia. Todo, quién era y en quién se ha convertido. El hecho de haber permanecido encerrada en su propia cárcel temiendo todo lo que la rodeaba evitando que se moviera, saltara, danzara, brincara, corriera, bailara... Sintiera.

Así que dice basta. No lo dice, lo chilla. Qué más da, sus gritos de euforia se confunden pronto entre el jolgorio del recinto. Y se arrepiente, de haberle fallado a su abuela durante todo ese tiempo y de haberse traicionado a sí misma pensando que podía huir de todo cuándo amaba... Pero sonríe. Está liberada.

Y su abuela se manifiesta en las cientos de almas latientes que forman el bullicio que la vuelve a ahogar, haciéndose sentir por fin la reina de esa música que la hechiza, la envuelve...
 
 

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