Es una tarde de agosto y chispea. Diminutas gotas de lluvia mojan todo lo que nos rodea, dejando su aroma a húmedo sobre los muros antiguos que nos espían. Estamos en el barrio gótico y los relojes no existen. Empieza a tronar, pero la llovizna no se hace más intensa. Sin embargo, los turistas que hacen sus últimas fotos corren con algo en la cabeza, escapando de esta delicia de tiempo. A pesar de ello, tú y yo sonreímos y nos miramos sin decir nada mientras nuestras manos están entrelazadas... No hacen falta las palabras. Ambos sabemos que este instante del que todo el mundo huye será nuestro. Sin tiempo, sin relojes. Sin prisas ni preocupaciones, no hay temores.
Caminamos disfrutando del momento: la lluvia, las piedras entre las cuales tantas historias se han visto y vivido, pero que están eternamente malditas a no poder contar nada. Historias tristes, felices, violentas, horribles. Historias simples, como la nuestra, como este paseo silencioso, porque cuando encuentras quien te llena no hacen falta más que los sonidos de nuestras respiraciones para saber lo que sentimos. Con la mirada hablamos, con las palabras nos fundimos en mismo ser, con las caricias estallan fuegos artificiales en el espacio.
Las calles medievales empiezan a resbalar y yo como siempre caigo en su trampa. Tú, preparado para cualquier adversidad, me coges fuerte, me abrazas y me sostienes. Las manecillas del reloj siguen intactas. Nada se mueve a nuestro alrededor excepto las gotas incesables, una tras otra, mientras sigo atrapada en la fortaleza de tus brazos. No querría jamás estar en otro lugar, ahora te he encontrado. Siento que nací para encajar, como las piezas de un puzzle, en ti y en tu cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario