Es curioso. Dentro de mí hay un gran deseo de soledad, de distanciarme de esta despiadada sociedad. Un deseo desgarrador, que me obliga a querer mantener la mente fría, lejana y en blanco, para que nadie pueda penetrar en ella y hallar así la forma de destruir la fortaleza de cristal que ahora mismo rodea mi corazón. Ese deseo, es querer... querer alejarse, escaparse. Distanciarse y arrinconarse en un lugar perdido, una habitación solitaria, donde poder llorar y gritar sin que nadie me escuche. Un lugar, a solas, donde poder desahogarme y no tener que sentir vergüenza por ello. Un lugar donde el tiempo vuele, y las horas y días se vayan tan rápidamente como hayan venido. Un sitio donde govierne la ignorancia a los sentimientos y reine la efimeridad. Un lugar, la soledad y tiempo. Eso es todo lo que mi razón pide.
Sin embargo, a la misma vez que ese deseo corroedor me aleja del mundo y de la superfície, hay otro elemento, una necesidad arrebatadora que me empuja a querer sentirme entre los brazos de alguien que me escuche y quiera ayudarme, que me abrace y seque mis lágrimas; sin silenciarlas, dejándolas fluir y haciéndome sentir mejor una vez todas ellas hayan sido derramadas. Es una necesidad extraña, la necesidad de apartar el deseo de la soledad y rodearme de gente... O dejarme envolver quizás por una sola persona que valga para mí mucho más que una multitud.
Es claramente una pelea, una guerra en que la razón y el corazón son grandes enemigos; un duelo entre la soledad y la compañía, un forcejeo entre las lágrimas que se pasean por mis mejillas contra esa sonrisa extinta que debe florecer, y lucha por reaparecer...
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